La idea es que la masa de la tarta sea mórbida, crujiente pero simple para que ese sostén de lo que luego se rellene, sea sutilmente salado y vaya construyendo desde el comienzo mismo la oposición de sabores que, si consigo que se enreden y a la vez se “peleen” de manera paradójicamente ambivalente entre sí (dulce, salado, amargo, ácido, profundo, suave, fuerte) van a comulgar en definitiva en eso que quiero, en eso que busco, en eso capáz de hundirme exquisitamente en lo agridulce pero fuera de lo habitual. Aplico una que me sé, como un viejo catecismo aprendido en alguna parte: a un pocillo de aceite de oliva, se le corresponde uno de leche, otro de agua tibia -ya con sal -y siete (siete, ni uno más) de harina leudante. La amalgama es rápida y engrudosa pero hay que manipularla despacio, jugando, jugando y reiterando para darle una suavidad de poros afelpados, teniendo cuidado de no excedernos cuando alguna grieta por allí invite a agregar, levemente, una nube volátil de harina compensadora que “suelda” inmediatamente esas ventanitas caprichosas. Ya está como para forrar la tartera, estirando el preparado como un guante liso y flexible para ponerla, luego, unos pocos minutos a horno medio. Nada más que para que tome un colorcito castaño levitísimo, que nos va a explicar que está tierna y que hay que sacarla ahí, justo ahí pero sólo para rellenarla.
Porque eso es preciso antes del cúlmine de la cocción total, que yo misma le prometo a ella, que vendrá después.
La saco del horno y la dejo, reposando y absorviendo el calor que la supo teñir apenas. Recién entonces la “pinto” por encima y suavemente con una salsita sencillona de ajos y cebolla mínima, que supe preever, y que se estuvo reduciendo aparte, por unos momentos nomás, hasta lograr un vestido transparente; entonces sí, luego de regarla con esa lámina breve y húmeda, busco el relleno antes de que la masa se siga enfriando: me esperan unas fetas delicadas de queso mantecoso que ya corté y que van acomodadas sobre las pinceladas de esa salsita insignificante — olorosa de cebolla en cubitos pequeñísimos y en ajo decidido–, y las dispongo con certeza armando un colchoncito que estará oculto. Me aparto a buscar unos tomates frescos, para el ocultamiento, sí: tomates frescos, dos o tres, que corto en ruedas finas y jugosas mientras los otros, los secos, los del paquete de celofán se hidratan, como bermellones, en un bol de agua fría. A las ruedas les va una pizca de sal y un espolvoreo de orégano y de pimienta blanca, rupturista de cierto dulzor que ya empieza a pronunciarse y que el aroma breve y encarador del ajo disocia rara y apasionadamente.
Después, las ruedas se acomodarán arriba, sobre el queso aquél. La tarta es, ahora, una gran rueda tapizada por otras ruedas oreganadas sobre un queso simple. Ahí sí busco los otros quesos: confundidos en hebras. Rotundos, más amargos, más fuertes pero en equilibrio para no arrasar los ácidos dulces de los tomates. Son (dice el envase) hebras de gouda, mozzarella y azul.
Sobre las ruedas se esparcen las hebras, en catarata módica. Un tumulto estético, si se quiere, pero no exagerado: la idea es el gratín, pero también, es la de no saturar y que se deje ver y sentir en pleno, no obstante, la carne rosada de la fruta oreganada. Ahora sí, tan, tan importantes y decisivos: los tomates secos que el agua hidratante tiernizó; los corto en mitades para que parezcan pétalos, y voy buscándoles un lugar sobre las hebras que cubren los otros tomates. Se salpican en la superficie, sí. Todo es, ahora, un mosaico de rosados y amarillos crema y arriba, como si fuera una pedrería, chillan su rojo bordó en forma como de “gotas” los secos esparcidos en trozos. Y entonces, ya por encima como un triunfo, unos hilos de aceite de oliva le van a dar seguramente a todo ese brillo aceitunado y ese picor singular noble, preciso y generoso que alguno de mis sentidos pretende encontrar.
Sin embargo, me falta lo que es más que un maquillaje: dos cucharadas de azúcar negro en lluvia fina sobre todo el preparado.
Ese azúcar moreno me promete, además del color cobre viejo brillante que le sé luego del fuego, el quiebre delicioso final, esperando el golpe de horno último que termina de compactar el corazón de la masa, pero que además gratina y derrite y define este agridulzor perfecto que se fue encontrando solo, que no se compra hecho.
La miro ya fuera del nido caluroso, en reposo en la mesada. Se ofrece soberbia, refinada y extraña en el azúcar ocre que apenas la cubre, como asomando toda ella y su reboce de gratín bajo un tul dorado oscuro, discreto y diferente.
Una cerveza muy fría le cabe, seguro. Por la contundencia amarga y deliciosa que esa bebida servida helada establece desde el primer sorbo, a la muralla que derribaremos ya, en absoluto placer, en el disfrute de la innominada.
Ahora sí.