Como a una película taquillera, como a un betseller descansado y ameno me devoré hace días el libro Negro del Psicoanálisis, casi setecientas páginas escritas por  un grupete de conductistas con todo derecho aún acusados de propaganderos, de mercaderes de la mente embarullada que ellos pretenden conducir, tal vez  y de acuerdo a las malas lenguas, con terapias cortoplacistas y  «moneda por delante» (como dice un amigo mío).  No me detengo allí para pontificar nada y  todo planteo al respecto me parece  casi ingenuo, porque los considerandos éticos bien se pueden quedar afuera, pienso. Se me hace que, en definitiva, «propagar» algo que tal vez se considera realmente  válido no tiene por qué ser vituperable si se lo fundamenta, y el ánimo de lucro es una cuestión personal e individual, no es ideológico en sí mismo ni  es necesariamente patrimonio de las tendencias. Al fin y al cabo las asociaciones psicoanalíticas también han sido históricamente un gran negocio, sus internas y sus  promociones aparecen por todas partes desde que yo me acuerdo, enigmáticas y con su dogma indescifrable  casualmente  en nombre de las luces del  progresismo. Freud no representó jamás  la pulcritud moral paradigmática y a eso ni siquiera sus acólitos lo niegan. 

Pero es cierto y  se  sabe que los  maniqueos me aburren  al igual que las verdades incuestionables, y  los debates de un ámbito que me es ajeno transitivamente no me pertenecen,   lo único que me atañe en algún punto, en alguna parte de mí es este largo  momento de reciente  humor y de nostalgia que paso a deberle al dichoso libro Negro.

 Setecientas páginas que a la memoria me trajeron la sensación de que  mi pobre pasaje por esas lides fue como la experiencia de un romance feroz, que empezó espectante y encandilado  y terminó por destructivo, dando un imaginario portazo con una sonrisa urbana luego de ocho meses de terapia, ocho meses de estético oscurantismo, para dejar atrás analista y consultorio. Fué  hace un par de años, cuando de esa nebulosa cada vez más confusa emergía yo cada semana en un endiosamiento ensimismado por aquel que tenía enfrente, y vagando sin rumbo coordinado entre las hipótesis de las hipótesis de las hipótesis del absurdo culposo, («¿dónde dormía tu hijo, dormías con tu hijo, qué le decías a tu hijo, qué le dabas, que hacías con tu deseo, con el deseo de tu deseo»?) pagando todas las veces para sentirme siempre un poco peor pero de manera más sofisticada,  con  una cierta conciencia de merecérmelo y de habérmelo comprado. Ah, cómo no recordar los silencios eternos, los gestos que de tan neutros definían, los vacíos estereotipados y armados para «buscar-el-sentido».

Me doy vuelta a ese pasado  fresquísimo aún y ahí estoy yo, que me analizo como buena burguesa atormentada,  y aprendo sin que nadie me lo cuente que asociar libremente se le llama a la gruesa cadena condenatoria símil masturba que previamente se establece en paradoja, libre por silenciosa imposición del Licenciado y aunque uno no quiera. Confesión con Iglesia propia, un sólo Dios verdadero que anota y no opina.  No dice nada, o «dice» nada.  Suele decir sin decirlo que hay un  monstruo,  una especie de feo enano dentro de uno mismo que murmura algo por lo bajo, algo que «vive» en el entramado de lo que digo, algo  que el Licenciado solamente interpreta en su excelsa sabiduría y de lo que yo no soy dueña pero debo cargar lo mismo. Una especie de pecado original y «original»… ¿La conciencia nos hace cobardes, había dicho Hamlet?

La media sonrisa del Licenciado, esa extraña ironía inabordable que en algún punto me humilla a sabiendas y que no entiendo insinúa lo que de mí, de mi discurso «libre»,   inevitablemente remite al sexo en una trama oscura, y él mismo tiene siempre el gesto  de haberme encontrado in fraganti. ¿Neurótica o psicótica?

-Pero si yo no me oculto – alcanzo a decir.

-Eso creés vos- me contesta – no sólo te ocultas sino que estás huyendo, no querés la cura. Y la prueba está en que me contradecís: eso se llama resistencia.

– No se trata de que contradiga, en realidad no lo hago. Pasa que no estoy de acuerdo –  le vuelvo a decir.

-Sí que lo hacés – me dice – porque me cuestionás una cosa pero en el fondo  estás diciendo otra,  eso que está en tu insconciente. Y lo que pienses de mí no es de mí, es algo infantil,  es lo que sentías   por tu padre y por tu madre…y  también está en vos, al colocar en tu cama a  tu hijo, la necesidad de «comerlo»  que constituye la de él de  «ser comido». 

– No tengo esa necesidad- digo de nuevo.

-Eso creés vos, claro que lo creés en tu conciencia, pero en el insconciente existe. Es que la verdad está en tus deseos.

-No lo siento de ninguna manera y el insconciente no me consta – le advierto.

-Cuando te enojás hablan por vos tus propias resistencias – me dice serenamente.

-Es ridículo – le digo  entonces, agotada – no nos estamos entendiendo.

Y ahí es donde me avisa que los sesenta  minutos terminaron. Que son cuarenta pesos, y que felizmente vamos bien. (?). Consigue que no pregunte adónde, y que sienta que  tiene razón en todo. Porque entonces sí que  me escapo, me conformo con el raro alivio de tener que irme, y en ese momento hasta lo  puedo querer como a una madre.