Algo tan burocrático, tan citadino y reglamentador como un semáforo puede ser el recodo y por qué no, algo así como el escondrijo a la vez que la vidriera de la más atroz y lacerante miseria que es el dolor de la miseria de la infancia, allí donde en las heladas mañanas como hoy, unos pocos nenes de seis o siete añitos con medias y ojotas piden monedas cuando todavía es casi noche, más noche que la noche verdadera, si uno lo piensa. No van a la escuela y si fueran, el hambre contra el que ya no puede tanta golosina barata provocará el embotamiento necesario para que la brutalidad de sus vidas solamente tenga un aula gélida sin vidrios y un pupitre en el que apoyar una cabeza fatigada de intentos imposibles.
Ahí, no sé por qué, me acuerdo de que Fidel está grave, y en la antípoda de ese pensamiento me acuerdo de tantas tertulias y madrugadas charladas para encontrar la definición aproximada del amor por la libertad que me alimenta, por la que sangro lucho y pervivo en ardorosas canciones y poemas hondos, y me vuelvo desafiante y paradójica y digo que ser un abogado tiene sentido cuando se apuesta a la defensa de la libertad de procurar a los demás y a nosotros mismos el ser como queremos, decir lo que queremos, y acceder a los derechos que tenemos todos, la Convención de los Derechos del Niño, el Pacto de San José de Costa Rica y tanta cosa diletante, pero que es también tanta cosa bella, bella, contra el horror del grado con sensación térmica dos a las siete de la mañana con la inocencia hambrienta y sin remedio en ojotas y medias pidiendo en el semáforo y entonces siento que ante todo eso mi libertad y mi derecho a decir y a ser y a decidir son renuncias posibles, Dios mío son tan pero tan posibles, que creo que ya no me importan, que son cuasi frívolas ante el hambre de un chico de seis años a las siete de la mañana con un frío atroz en ojotas en el medio de la calle, que puedo prescindir, te lo juro que puedo prescindir a cambio de abolir esa realidad y porque acá, ya veo, está el muestreo de esa sospecha largamente acallada para que no me ladren los perros conocidos, que no es sospecha ahora sino ya la amarga certidumbre de que la democracia es una especie de ficción, es un artificio posible solamente en una “polis” de unos pocos, sencillamente porque es imposible representar a tantos y que el Poder no sea la vía inevitable de la corruptela que hará que los débiles se mueran siempre en el afuera, no sé por qué me acuerdo de Fidel que está grave, me acuerdo del retumbe de su discurso gritando la mortalidad infantil cubana al mínimo inasible para el que quiera escucharlo, está grave, dicen, y justo hoy que yo parada libre, libérrima en el semáforo necesito un dictador de izquierda, quiero un férreo y vengativo dictador de izquierda y para no caerme, me hundo, borgiana y detestable, en esa frase condenada que tanto me enfurecía del viejo genio y que ahora escribo como un rezo desesperado, amargo y realista, esa que decía que la democracia es solamente el canto monocorde de muchos que oculta los aturdimientos insolubles de todos,  y en términos prosaicos, vea….el más romántico  abuso del número, de la estadística.