En la interminable lista de las cosas imposibles de cambiar, está la denominación que tiene uno. Porque sabido es que el nombre es denominación por otros, ( «yo no me llamo, enseñan en el colegio, a mí me llaman») es esa rotulación infame plagada de ajenidades e inspiraciones de todo tipo.
Un pecado original, que aparece en la partida de nacimiento y en el documento de identidad, una cadena de signos arbitraria que determina el inicio de la propia historia. La primera injusticia documentada.
Imposible de cambiar en tanto no sea obsceno, o ridículo, según la ley dice: Consuelo Barato se llamaba una clienta que una vez nos vino a ver para que le hiciéramos una sumaria información para cambiar el nombre: cumplió su condena y esperó hasta los dieciocho años, pero tuvo el privilegio de elegir quien quería ser, (en su caso, ya era directamente no llamarse, sino ser) una especie de indemnización al castigo inexplicable de sus padres a esa bebecita que un día fue la pobre Consuelo.
Yo, es cierto, siempre (siempre antes de…), siempre quise llamarme de otra forma.
Mi generación era la de las Claudias, Carolinas, Silvias, Gabrielas, Sandras, Marcelas…nombres de moda en féminas nacidas entre el 60 y el 70. Nombres con una cierta asonancia como de modernidad, y que no decían nada, en realidad. Después estaban los nombres bíblicos: las Marías no sé cuanto, las Ana Marías, las Verónicas, que aparecían con un dejo como más de distinción, de recato encomendado. Pero yo soñaba con tener un nombre exótico, sofisticado: el mío me parecía vulgar, reiterativo, como con una musiquita obvia en su pronunciación, insoportable, previsible, igual a la de tantos: Sílviasusána, Cláudialiliána, Sándraviviána, …no me era digno, por Dios, yo me preguntaba cómo se le pudo ocurrir a mi vieja dejarme semejante cartel y con pintura indeleble.
Yo pensaba que la identidad, en mi caso, poco tenía que ver con lo que me identificaba, y por eso soñaba con llamarme “Marlen”, por ejemplo, o “Mildred”. De piso, “Anabella”, que me parecía cautivante, y siguiendo las fantasías, solía impostarme en nuestras salidas adolescentes: ir a bailar también era maquillarse, y yo empezaba por el nombre: “¿cómo te llamás?” “Natasha”, por ejemplo.
Total, el apellido era obviable. Yo solamente decía la verdad cuando por algunos indicios, me parecía : 1) Que el candidato podía pertenecer a un grupo conocido, o conocer a alguno de mis hermanos y/o amigas y/o hermanos de amigas, o bien 2) Que el candidato pintaba como para relación posterior: si me gustaba, no iba a resistir el papelón inminente, que se enterara de que no soy “Mara” o «Jezabel».
No me acuerdo, (ya no me acuerdo) el día exacto en que empecé a mirar como de reojo mi verdadero nombre, el día en que lo empecé a escribir reiteradamente al borde de las carpetas en las interminables clases de la Facultad, tal vez pensando cuánto peor era “Gladis”, tal vez rememorando siempre a un novio que solía decirme: » es muy lindo tu nombre, Silvia: es corto, dulce, y empieza con esa viborita sensual, es un nombre juvenil y de chica linda, eh…» Pensamiento contrapuesto: opinión descalificada la de él por exceso de subjetivismo, uno siempre ve lindo lo que quiere, vayamos a otra opción: ahí está, no debo olvidar a la musa del dios del vino, no debo olvidar que me llamo también Susana, como la Susanita de Quino, y otras argucias más destinadas al mitigue de mi desgracia.
Sí recuerdo cuándo empecé a amarlo de verdad, y a no querer llamarme de otra forma: no fue tan tarde, porque yo tenía diecinueve años cuando leí “Ultimo Round”.
Cuando Cortázar me hizo conocer a “Silvia”.